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Dónde nos leen

miércoles, 25 de agosto de 2010

Aún no lo creo

Debería estar leyendo, tengo sueño, tengo una pereza obsesa y grosísima, pero más tengo ganas de liberar esto que fluye y fluye, que me da vueltas en la cabeza, que me hace feliz y triste, que me hace coger una lanza e ir hacia adelante, a pelear por algo, a pelear por ella, a decirle que la quiero y a convencerla que también me quiere. Me sorprendo de lo que escribo, no soy de hablarle a los demás de amor, no soy de escribir de este “sublifinal” sentimiento.

Las confusiones siempre van vagando de un lado a otro en mí, juegan, se ríen, me estresan de vez en cuando, me joden y cuando quiero, las disuelvo riéndome, riéndome a carcajadas, riéndome hasta de lo que no debo. Esta vez hay una de ellas que va, sinuosa, fregando mi deseo, cogiéndolo de su parte más vulnerable. Esta bendita confusión me asusta.

Llamada:

- Ella: “No sé dónde estoy. Estoy entre dos grifos, con una amiga y poco dinero. Sé en qué distrito estoy parada, pero no sé cómo regresar a casa. Estoy con unas copas encima”.

- Yo: “No se nota que estés con dos o tres (o cuatro, quizás más) copas encima. Sé que estás preocupada. Voy por ti. Por las referencias que me das, sé dónde estás, sí me ubico. Espérame”.

- Ella: “No te demores, por favor”.

- Yo: “No te preocupes, tranqui, ¿ok?”.

Colgué y mi expedición empezó. Me dio pena (y mucha) ver a mis queridos “tumis” y “sarcófagos”, mirándome, apocados al saber que me desharía de ellos. Yo quedé con más pena aún, pues, junté con esmero mis monedas nuevas. En fin, valía la pena, alguien me necesitaba, era “ella”.

El viaje en taxi me puso algo tenso, pero al fin, llegué. Después de pasar por 4 benditos grifos de GNV que no le querían aceptar un billete de “Santa Rosa” al taxista salsero, llegué… y llegué odiando a las emisoras de salsa que me habían roto los oídos a trompetazos, al ritmo de Willie Colón.

Arribé al punto, se acercó, me abrazó, me estremecí. Yo, como siempre ante sus brazos, tenía una emoción desorbitada, pero no tangible. Un abrazo que se llevó un arete suyo directo al piso. Breve charla y presentación de una amiga suya –muy buena onda, por cierto- y enrumbamos a su dulce hogar sólo ambos. Caminamos dos, tres, cuatro, 10, 20 cuadras, no las conté, porque tenía que escucharla, es más, debía hacerlo, es mi obligación quedarme perplejo ante ella.

Llegamos a una céntrica avenida, bromeamos un rato, me abrazó, me abrazó y me volvió a abrazar. Yo la miraba, me perdía, confiaba en que me podía abrazar de nuevo y no me equivoqué. Adoro sus brazos entre los míos. ¿Se nota?

Paré el taxi, camioneta blanca, cómplice de la conjunción de mi hombro y su cabeza. Me perdí en sonrisas sin que ella lo notara. Mi frente se perdió entre sus cabellos, la abracé, morí unos cuantos segundos y me olvidé del latoso taxista salsero que me acompañó en el viaje para poder encontrarla y abrazarla tan fuerte como pude. Olvidé aquel taxi en ése otro vehículo que nos llevó a su casa. Al fin llegamos. 11:50 pm.

Bajé del bendito carro, idiotizado, nervioso, pero muy yo: con la mirada directa y sin dar señales de mi acalambrada felicidad. Bajé y ella hizo lo propio. Los tumis que murmuraban en mi billetera sabían que tendrían un nuevo dueño, conversaban entre ellos y los sarcófagos que querían que los siga albergando, pero se fueron y pagaron mi sonrisa vehicular.

Me dio risa verla buscar al taxista que hasta hace unos minutos aún se encontraba ahí y que hubiese seguido postrado en la pista, desafiante, si no le cancelaba la carrera. La miré, me reí y la volví a mirar. La seguí con la mirada hasta la reja que vigila las escaleras de su casa. Abrió la puerta, volteó, me miró, me sonrió, me sacudió azarosamente otra vez con sus hermosos ojos y sus labios confrontaron los míos. Estaba en el cielo, besando a un ángel, besándola. Por un momento no cerré los ojos porque no lo creía, pero después ambos caímos en el ritmo armonioso de ese beso que marcó mi año, que hizo que la noche se iluminara y que convirtió esa instantánea en el mejor momento del 2010. Fue el primero de dos, fue más infinito que el segundo, fue ligeramente más dulce que el que le siguió.

Después de un rato y con algo de confusión me pidió que la perdone. “De ¿qué?”, pregunté. No sabía, no me había hecho ningún mal, todo lo contrario, fui feliz largo rato.

“Tranquilízate”, le dije. “Hablemos un rato, sentémonos en las escaleras”.

-Yo: “¿Qué me hiciste? ¿Por qué tengo que perdonarte?”

-Ella: “Es que no lo debí hacer, no estuvo bien”.

-Yo: “Calma, pasó, ya está. No te pongas mal, que lo último que quiero es eso”

-Ella: “Sí, pero, Edson, no”

-Yo: “No ¿qué? Calma, por fa’”

-Ella: “Yo no te quiero herir”

-Yo: “No hay forma de que eso pase, yo te quiero, quiero estar contigo en un futuro. Sé que es muy pronto, pero déjame intentarlo, no me cierres la puerta. Sé que también me quieres…”

La charla prosiguió, hablamos de un tercero, hablamos de muchos cuartos y quintos, hablamos y nos abrazamos, nos caímos mientras queríamos levantarnos y de pronto otra acción que me pagó el 2010. En las nubes otra vez.

Ya en casa, nos sentamos, conversamos más de todo, conversamos menos de mucho, besaba su mano, tomaba agua, la miraba, la acariciaba, nos reíamos, veía el reloj que nunca se pudo arreglar, la escuchaba, la miraba atarantado, no lo creía (hasta ahora no lo creo). La escuché decirme que no sabía qué actitud tomaría conmigo la próxima vez que nos viésemos, algo que me puso en alerta y ciertamente triste y pensativo. Pusilánime, la abracé, besé su cabeza y vi cómo me escribía en el Messenger, aún estando a su lado. Sonreí, me miró y sonreí otra vez. Me sonrió y callé alegre.

Era tiempo de irme. Eran la 1:30 de la madrugada. Salimos y empezó a llover, la besé e intenté repetirlo, pero ya fue esquivo. Pensé y triste yo, sólo me quedó estrecharla. Eso me hizo ligeramente feliz, más aún cuando dijo que me quería. Y así nos quedamos, bajo la garúa, cerca de dos minutos. Me desaparecí de su hogar a caminar, caminar como loco, caminar bajo el agua y a despejar las dudas, a sacar cálculos, a recordar el momento más bonito del año. Caminé, pateé un par de piedras y estoy seguro de que si mis zapatillas tuviesen vida propia, me demandarían por explotarlas de tanto latear. Javier Prado y la Arequipa me vieron subir a un bus y llegar cansado a casa.

La besé, no lo creo aún. La quiero. Iré con mi lanza a hacerle la lucha a cualquiera. Ella sí vale pena, sabe que la quiero y “que por ella iría hasta la luna”, y sé que también me quiere, me quiere la chica de la eterna sonrisa y los bellos ojos.

Te quiero.

Sábado, 21 de agosto, 11:55 pm: nunca te irás de mi mente.




GOD put a smile upon your face, "F".