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Dónde nos leen

sábado, 17 de noviembre de 2012

Arena Roja

Entrar a la Plaza de Acho para algunas personas es algo tan normal como ver semanalmente un par o tres toros morir a manos de mata’ores. Para mí, no es algo común y siento que no aguantaré estar aquí por más de media hora, pero aquí estoy ya, tratando de darle una explicación a lo inexplicable, ensayando algún tipo de razón a esos puyazos que los animales reciben.


Gente de buena posición económica pulula por este sector de Lima que normalmente es pobre, aunque los últimos domingos de octubre, todos los de noviembre y los dos primeros de diciembre, se vuelve un poco adinerado. No soy un invitado ilustre aquí, es cierto, no pagué, solo accedí mostrando una credencial -un viejo documento de la “Bausate” con el cual entraba a los estadios hace unos años- y me hago pasar por un novato cronista taurino, algo que jamás en mi existencia he pensado ser, ni en broma.


Los “héroes” salen a la arena con sus muletas, una capa entre el brazo y tras de ella una espada. Acto seguido, un par de hombres montados sobre caballos vigilan la entrada del estelar: el manso y pesado toro, que mira a su futuro verdugo con indiferencia, con desánimo, lo evita. Aunque el tipo con traje de luces va en busca de la provocación del cuadrúpedo en el primer tercio, falla dos y hasta tres veces. Con algo de insistencia, el animal se muestra ya no desconectado, sino desafiante, ayudado por algunas banderillas clavadas en el morrillo, sin embargo dudo de su furia y más bien, creo que es puro instinto de defensa al ya no querer sufrir picaduras injustas en ese cuero disminuido por los golpes previos a su ingreso nada triunfal al ruedo.


Este tercio de capote, es una especie de calibrador, dado que el torero utiliza el tiempo para embravecer al animal, calcular la fuerza de una eventual embestida y para medir la bravura del citado a muerte, aunque, como vi desde el principio, este animal más que molesto, parece confundido por todo: por la gente que deja de lado sobriedad y bebe otro trago de frialdad, por los caballos disfrazados y por ese pobre ser humano que es comparado por el centenar de público como un personaje épico, digno de condecorar por poner su integridad en riesgo.


Veo a un par de novilleros, ya en el tercio de banderillas distrayendo al toro, intercalando los ataques a la bestia que parece asustada, mostrando esos cuernos previamente limados como único mecanismo de defensa y haciendo ver el contraste filoso de las espadas y banderillas con el de sus apocados cachos. Apocados, mas no del todo obsoletos.


En dicha defensa a la que apela el animal, parece reunirse la fuerza con la que miles de personas en el Perú mostraron, en una encuesta de DATUM, su total desacuerdo a estos eventos taurinos con un arrasador 68%, sobre solo un 9% que sí estaba a favor de que se continuase con este accionar que muchos consideran cobarde y otros pocos, heroico. Palabras antónimas girando alrededor de un toro armado naturalmente y una persona con armas buscando detener un corazón.


A propósito de este grupo del que hacía mención, hace unos días conversé con Juliana Óxenford, periodista y conductora de un programa en radio Capital y recordé perfectamente esta cita: “ese animal no tiene cómo defenderse, pues salgo yo y lo defiendo” y de inmediato llegaron a mi mente las diferentes protestas en pro de salvar a la especie como la que estaba viendo en la arena.

Mi mente viajó mucho en unos instantes, pero mi cuerpo, seguía ahí, viendo al actor principal en el ruedo, vestido con una indumentaria que le entalla las piernas, retando al titán cansado por divagar de aquí para allá. Le muestra el pecho desprotegido para el delirio ciego de la gente pidiendo que continúe fatigando al toro de lidia de la forma que sea. Los paseos con la capa van de un lado a otro y los “Ole” resuenan en mis tímpanos, pero no más que ese quejido que se hizo sentir más que cualquier otro sonido en el coliseo: el portentoso animal soltó un chillido atípico en este tipo de especie, dejando vacío el ruido que provocaba la algarabía de los morbosos espectadores, trayendo abajo el agrado del torero que lucía sorprendido, pues, seguramente, no había visto tal cosa en su “carrera”.


Deduzco que ese sonido entrañable y largo fue como un reclamo del herbívoro y de toda su línea de antepasados, incluyendo a los “Uros”, extintas bestias, predecesores de los toros como hoy los conocemos; en contra de la gente. Por algún momento se me cruza por la cabeza que ese estallido es como un “¿Por qué a tanta risa si me están haciendo añicos de a pocos?”. Pero, se rompe la pausa con un intento de embestida taurina y el torero decide tomar la muleta y la espada al ver que la bestia está cabizbaja y con las patas juntas después de su intento fallido de herir a su agresor. Se mantiene en la posición perfecta para insertar el puntiagudo artefacto por entre sus músculos, rompiendo primero la primera vértebra de esa columna golpeada a palazo limpio y luego penetrar, de manera inmisericorde, esa víscera que a todos nos da vida: el corazón, previo corte de la aorta, si la estocada es un “éxito”. Todo ello, con tal de obtener como recompensa a la “hazaña”, la ovación de la multitud ebria, que tiene la sensibilidad muerta por el alcohol.


El tercio de muerte ha llegado, la arena quema y el brillo de la espada rebota en los ojos del ganado solitario. Me lo imagino temiendo lo peor y me pongo por un momento en su lugar, quitándome de él en una fracción de segundo al proyectar mi doloroso y lento castigo.


Los ayudantes del torero siguen agotando al animal, toreándolo, moviéndolo de un lugar a otro, hasta que el momento llega y es momento del estoque: frente a frente, uno mirando el suelo y el otro al objetivo, uno dosificando cierta fuerza y el otro concentrando toda la energía para hacer un lance natural, uno esperando acabar con todo y el otro, como si esperara que acaben con él. Y ahí va el personaje ibérico –decidido-
mostrando furia. Aunque el instinto del verdadero valiente en ese ruedo, hace que esquive la embestida y en ese mismo acto, y seguramente sin querer, arrastre y salpique arena a gran fuerza, de manera inexplicable, llegando ésta a los ojos del torero que pierde el equilibrio por la velocidad con la que contaba y, al intentar caer bien, suelta su filosa amiga y ella se vuelve contra sí, transformándose en su enemiga, cayendo sobre ella y atravesándose la parte derecha del tórax.


Todo fue tan rápido que ni el alternante de más antigüedad, se preocupó de la bestia que siempre está en cuatro patas, sino de la que, por el infortunio, adoptaba ahora tal posición. El apuro de los ayudantes del torero por ir a auxiliarlo fue evidente, mientras que el toro, con la lengua afuera y a rajatabla, era metido a palazos, con ayuda de otro torero; era obligado a regresar al lugar donde había estado antes de salir al ruedo, a su cárcel pequeña, a su purgatorio personal.


El abucheo se hizo sentir, pues no se mató al toro –al menos no en el ruedo-. Quien acabó con una espada dentro del cuerpo, no fue la bestia, sino su eventual verdugo, el ánimo colectivo era el peor y la cerveza ya se había agotado en las tribunas. El sentir de la gente en Acho fue de estafa, porque no vieron acabado, mutilado y, menos aún, muerto al animal, no vieron sonriente a su héroe por un día, no lo vieron con las orejas y con el rabo del animal en la mano. Esa fue la sensación de esta gente y ahora comprendo al sociólogo Gabriel Calderón cuando me comentó que “una persona dentro de una multitud apoya el sentir del resto, así al principio no esté de acuerdo con la idea que se sostiene. Sin embargo, para que no se sienta presionado y/o excluido, apoya”. Y hago una intención de resaltar esa cita, pues vi gente que mientras se aminoraba al toro, no pudo evitar derramar una que otra lágrima, un llanto de pena (se notaba). Pero, fue grande mi sorpresa cuando estos mismos seres reclamaban, a gritos, por lo que llamaban “estafa”, calzando perfectamente el argumento que Calderón me expuso.


Ahora pienso en el toro, todo se torna en “slow-motion” y reflexiono para mí: “¿habrá sentido el toro algún tipo de satisfacción al ver a su atacante bañado en sangre? Sangre que pudo ser la suya”. No genero respuesta a mi autocuestionamiento, pero las palabras de Carlos Castillo, taurino y periodista deportivo, aterrizan en la pista de mi cerebro: “Si un torero no acaba con una bestia de lidia en el ruedo, debe retirarse. Es una vergüenza”. Y francamente, pienso que no solo ese torero lo es, sino que todos, en general, lo son.


Viva la vida de un animal, siempre.

sábado, 26 de mayo de 2012

Sexo, amor, amar



Gustavo estudia comunicaciones, cursa el tercer ciclo en la universidad y tiene como meta acabar la carrera para ser publicista, comprender los insights derivados del sexo y darle nuevos conceptos. Él, con la barba a medio crecer y su buen floro, además de su ironía suave, sabía cómo llamar la atención de las chicas de la facultad.


Alaska y Zoé se conocen desde el primer día de clases y cursan el mismo ciclo que Gustavo.  Están en el mismo turno, en el mismo piso, pero en un salón distinto al del futuro publicista. La primera lleva 5 semanas de relación con Gustavo y por casualidades de la vida, Zoé nunca ha visto a su amiga junto a su enamorado. Lo conoce de nombre, lo conoce porque Alaska le ha hablado de él, pero no más.

Alaska Cuba y Gustavo Clark coincidieron por primera vez en una reunión que organizó Martín Gutiérrez –amigo de ambos- hace 6 meses con motivo de su cumpleaños. Desde el primer día “Ali” y “Gus” tuvieron mucha afinidad, tanta que el juego de miradas fue tal que acabaron en la puerta de un hotel en plena madrugada. Hasta ahí llegaron porque ella no quiso entrar: “¡vamos muy rápido!”, le reclamó al acalorado tipo que con sorpresa vio truncado su sexual intento.

Después de ese momento, Cuba y Clark se cruzaron un par de veces en su facultad, pero todo no pasaba de un saludito tímido con la manito alzada y nada más. De un “Hola” de lejitos y un “chao” muy distante, pero en la mente de ambos vivía aquel recuerdo de la fiesta de Martín, recuerdo accidentado, pero no del todo malo.

Esos cruces no fueron del todo indiferentes y aunque ambos trataban de mostrarse esquivos uno del otro, un día se toparon en el quinto piso del edificio de la biblioteca en la universidad. Ella saliendo del baño de mujeres y él pretendiendo entrar al de hombres solo para lavarse el rostro. Gustavo no lo pensó dos veces y la tomó del brazo, la arrinconó e inició el habla. Comenzaron a animarse luego de una primera negativa de ella. Él pretendía ser dulce y lo fue. Alaska iba cayendo en el juego que él quería. Cuba fue sumergiéndose en las palabras cálidas de “Gus”, sus palabras se tocaron y con ellas sus labios. El desierto quinto piso vio entrar a la pareja al baño de hombres, beso tras beso y caricias repetidas, caricias que iban de norte a sur (o al centro). Alaska jamás imaginó esa situación y estaba ciertamente excitada. En medio de ello cerró la puerta con seguro -como pudo- mientras Gustavo seguía hacia su objetivo en marcha progresiva. Fue en ese momento que él, que creía tener todo bajo control y que nunca sentiría nada por ella, vibró ante un “te deseo” espontáneo, cortesía de Cuba. Las manos de Gustavo sentían la humedad de Alaska; todo bien, todo en orden, aunque aún sin el contacto que él deseaba. Cuando ella había cedido por completo, un inoportunísimo golpe a la puerta quebró su burbuja. Este golpe se repitió dos, tres, cuatro veces seguida de una voz que el tipo conocía bien: era la latosa melodía de Iosef Pedreros, profesor de Periodismo digital. Este indeseable le aguó la fiesta. La insistencia se debió a que los baños de los  4 pisos restantes estaban cerrados y el profesor llegó a este quinto apretando los ojos y cerrando las piernas.
La desesperación del llamado a la puerta le cortó el plan de “Gus”, que, preso de su nerviosismo no tuvo más reacción que esconder a Alaska en un pequeño cuarto que el personal de limpieza usaba para guardar sus chucherías. El profesor aliviado, agradeció a Clark por cederle el paso a su desahogo renal y de paso musitó para sí mismo: “Este huevón si no ha estado metiéndose droga, se ha estado corriendo la paja. Solo, en un baño cerrado y oliendo raro, creo que lo segundo”.

Gustavo esperó que se largara Pedreros para sacar a “Ali” de donde estaba. Ella riéndose cachosamente le dijo que ya era la segunda vez que le mataban el plan y él solo atinó a decirle que otro día se verían y que no iba a haber un tercer intento fallido.

(…)

Zoé recibió una llamada de Alaska a la mañana siguiente y esta, le contó de todo. Dentro de lo que escuchó, lo más importante fue que “Ali” estaba empezando a enamorarse de Gustavo. Zoé Alfaro era una flaca de cabello castaño, ojos pardos, tez clara y un cuerpo delicioso. Ella había aguantado la intromisión del nombre “Gustavo” en cada conversación que sostenía con Alaska, en otras palabras: la tenía podrida. Pero, como buena amiga, se bancaba el puto tema de conversación que comenzó siendo indiferente y terminó con palabras dulces hacia el frustrado sexual.

Alaska que solo mantenía contacto con Gustavo por Facebook, recibió la llamada de este un viernes por la mañana. Conversaron un rato acerca de temas que nada tenían que ver con lo sucedido hace unos días y cerraron la cháchara pactando un encuentro para la tarde de ese mismo día en un salón del sótano de la facultad. Dicho y hecho: 3:30 estaban los dos ahí. Vigilaron que el encargado de limpieza acabara con el mantenimiento del aula y entraron sigilosamente. La luz a medio tono se prestaba para muchas cosas, pero ellos, más calmados que antes, decidieron solo conversar, hablar de ambos y de lo que estaba pasándoles. Todo iba bien y ella recibió la llamada de Zoé, que le reclamó su parte del trabajo de Estadística que ambas debían entregar ese día. Alaska le preguntó dónde estaba y fue junto a Gustavo a darle el encuentro, matando todo el ambiente feeling que vivían

Alfaro estaba con un café en la mano esperándolos sentada en las escaleras que dan al pabellón de talleres. Ella vio salir a su amiga del pabellón del frente junto a un pata no tan alto, de cabello corto y negro, tez trigueña y ojos algo claros. Era –quien más- Gustavo.

La primera imagen que ella tuvo de él fue lo más opaca posible, le pareció feo para su amiga, en cambio, Clark tuvo una imagen totalmente opuesta, ya que le gustaban las castañas y de buen cuerpo, tal como Zoé. Por un momento, Gustavo mandó a la mierda imaginariamente todo lo que había hablado con Alaska hace unos instantes. Le gustó Zoé en one, la miraba caleta de arriba a abajo y de abajo a arriba. El tipo ya se la estaba alucinando, pero trató de contenerse y ser lo menos evidente posible. Tras una presentación breve y una conversa sin importancia él tuvo que ir a clases y las dos flacas se quedaron ahí.

Él se fue con la imagen clavada en la mente del sinuoso cuerpo de Zoé, Alaska se quedó con ella pensando en lo que había hablado en el sótano con “Gus” y la chica castaña miraba la estupidez viva en la cara de “Ali” mientras le pedía su parte del trabajo.

Si hubo algo que llamó, ligeramente (casi nada), la atención de Zoé respecto a Gustavo fueron sus ojos claros, puesto que era una filia que ella tenía muy marcada, pero solo eso.

Gustavo, que siempre se alucinó el “pendejito” de la facultad, no lograba sacar a las amigas de su mente. Tanto Alaska como Zoé estaban ahí, una como un deseo puro y el otro como un deseo jodidamente sexual. Él no estaba confundido, él sabía lo que quería y eso era quedarse con Alaska, pero en el trayecto tirarse a Zoé y si podía tirarse a las dos a la vez, mejor. El cliché de “pendejerete” se lo había creído muy bien. Quería hacer todo a la perfección. Algo de sexo por un lado y amor por el otro. Sabía que era una misión complicada, pero se creía capaz de lograrla y aunque se tenía una fe maldita, también era consciente de que debía ser lo más cuidadoso posible.

(…)

Dicen que las casualidades no existen y eso lo supo perfectamente Gustavo una noche de viernes. Salìa él de Diseño gráfico, fue rumbo al baño más cercano del pabellón en el que estaba: el primer estaba cerrado, es segundo igual, el tercero en limpieza, mientras que el cuarto era un indeseable cuartucho apestoso. Decidió subir al quinto piso y, cual calco de una pasada escena, se cruzó con alguien, pero esta vez no fue Alaska, sino, ¿quién? Zoé.

Ella estaba medianamente alegrona, tibiamente ebria, gustosamente sexy. Era viernes y tenía planes de fugar por ahí apenas acabaran las clases, pero se adelantó un poco y decidió hacer los previos desde temprano escapándose de Filosofía y reingresando a la facultad luego de unas horas disimulando sobriedad para entrar a ese mismo baño del quinto piso del cual alguna vez salió Alaska. Gustavo tomó una bocanada de aire en el piso en el que solo estaban los dos y decidió iniciar el juego, no dulce, sino astuto, nada dulce, pero muy intenso. Ella, que en algún momento se mostraba de lo más fría, optó por ver qué pasaba con el galancete y le siguió el juego. El alcohol había hecho lo suyo y Clark se aprovechó de eso. Cada vez más cerca, Gustavo y Zoé hablaban solo a centímetros de distancia, cada vez más lento, cada vez menos, cada vez más cerca.

Ella decidió tomar la iniciativa y lo jaló al baño de mujeres. Seguro a la puerta y ya está, el deseo de Gustavo se hizo realidad con la complicidad del trago y de ese piso que siempre fue un médano, prestándose para actitudes nada académicas. Lo que no había logrado con Alaska lo estaba llevando a cabo con Zoé, comenzando por bajar las tiras del brasier, recorriendo con las manos todos los puntos del estilizado cuerpo de Alfaro, terminando sin protección y follando de lo más intenso en un sitio inadecuado, pero de lo más paja.

Mientras él la embestía sin delicadeza recibió la llamada de “Ali”, pero debía terminar algo y nada lo podía interrumpir: celular al suelo y a no distraerse. “Ali” no insistió con la llamada, cosa que los dos en ese baño agradecieron sin hablar.


Una vez terminado, Zoé y Gustavo decidieron dejar todo ahí. Aunque el beso que los despidió fue tan largo, sexual e intenso como lo que acababan de hacer hace unos pocos ratos. Todo era cuestión de gusto. Ninguno iba detrás del corazón del otro.

(…)

Gustavo, sin el menor remordimiento, llamó a Alaska después de irse de la facultad. Hablaron solo un par de minutos, pero en ellos hubo una concentración de palabras de afecto de ella hacia él, palabras de lo más melosas y que Gustavo tomaba no con mucha indiferencia. Hubo algo en esas palabras que a ese pendejo cínico le movía las vísceras. Todo fue tan rápido que ya nada sorprendía a Gustavo. Todo pasó tan veloz con Alaska y peor aún, con Zoé, que no planeaba nada, sino que quería que el tiempo lo sorprendiera. Pensaba en las dos, en lo bien que la pasaba con una y en lo terriblemente instruida, sexualmente hablando, que era la otra.

Llegó el lunes y “Wonderwall” de Oasis sonaba en los oídos de Gustavo mientras llegaba a la universidad. Pensaba ya sin restricción en Alaska y cuando la vio llegar, después de un rato, se acercó a ella, la apartó de sus amigas (no estaba Zoé) y decidió citarla en el jardín de la facultad apenas acabara la clase. Ella aceptó sin demorarse.

Después de la aburrida clase de filosofía, ambos se tiraron en el jardín de la facultad. Sin hablar por un rato, se tomaron de las manos y fue cuando Gustavo decidió decirle qué le pasaba.

Todo el fin de semana previo, Alaska había estado metida en su cabeza y él se lo dijo sin preocuparse por las consecuencias ante una posible negativa, pero ellas nunca se presentaron. Todo lo contrario, “Ali” se mostró muy ilusionada con la confesión y decidió quedarse con él. Ambos pasaron la puerta de la facultad, caminaron todo lo restante de la av. Marsano y se encontraron con un hotel de la av. Aramburú, donde se conocieron más.

Gustavo y “Ali” jugaron con ellos mismos, jugaron con los espejos, con las sábanas y arremetieron horas en el cuarto en el que se encontraban. Ya no solo era sexo, sino, amor y sexo. Una fusión que ellos descubrían con cada minuto que disfrutaban. Al final de la jornada, él tuvo razón, pues no hubo un tercer intento fallido.

(…)


Zoé no encontraba atractivo que su amiga y el personaje al que compartían ahora estuvieran juntos. Ya no le resultaba cómodo estar al lado de ella y escuchar lo bien que la pasaba con Gustavo, Gustavo que hace unas semanas había disfrutado de la blanca piel de Zoé.

Alfaro que era por demás astuta, sabía que Gustavo llevaba una clase en el pabellón de talleres y entre los vidrios que formaban las paredes de tal edificio, se camufló para esperar a “Gus”. Lo vio pasar y sin medir fuerzas lo jaló hacia un taller desocupado. Ante su sorpresa, Gustavo solo se dejó llevar y la idea de ser jalado por la guapa Zoé no le desagradaba para nada. Ella no le dijo ni “Hola” y lo besó acaloradamente. “Gus” era fiel en sus pensamientos a Alaska, pero al estar con Zoé esa fidelidad se rompía. Ella interrumpió para decirle que por más que no quería nada serio con él, ella lo extrañaba y deseaba que Alaska no existiera, para poder así pasarla bien sin remordimiento alguno. Gustavo le replicó que eso era posible aún con la ausente cerca. Él se alejó y acordaron verse en el grifo que estaba al frente del hotel al cual había ido hace unos días con Alaska.

Gustavo vio a su flaca al acabar la clase y fingió un dolor molar jodidamente angustiante. Ella ante tal escena, lo dejó ir rápido, sin pensar que no sería la última vez en esa noche que lo vería. Él tomó un taxi dando una dirección antes de subirse al auto y cambiando la misma ya en el trayecto. Pagó por unas cuadras unos cinco soles. Entró a una farmacia por unos condones y Zoé ya estaba en el minimarket del grifo acordado.

Entraron al hotel y al recepcionista se le hizo tan familiar la cara de “Gustavo” que pensó para sí mismo: “tremenda cara de imbécil y se viene levantando a dos flacas en pocos días”.

Antes de entrar al cuarto, Gustavo se percató que era la misma habitación en la que había tirado con Alaska y se lo dijo a modo de anécdota a su actual acompañante. Dato que ella aprovechó muy bien luego de unos minutos y que él pensó que fue una rara coincidencia. Pobre… las coincidencias no existen.

(…)

Alaska estaba dispuesta a joderla de la peor forma, no quería a Gustavo para estar tener algo formal, pero no quería estar alejada de él. Le gustaba y mucho. Le gustaba su instinto sexual y el riesgo que le acarreaba tener algo clandestino con el enamorado de una de sus mejores amigas, le provocaba adrenalina pura. Pero la clandestinidad debía acabar y ella lo sabía muy bien.

En plena sesión, se las ingenió para llamar a Alaska, pero nadie habló. Los gémidos y los arremeteos eran los que respondían a los “Aló” que “Ali” daba. Cuba pensó que Zoé se había equivocado y colgó pensando que, sin querer, se había metido en cosas privadas de su amiga.

Al terminar del primer “round”, Zoé le escribió a Alaska: “No te imaginas quién está en el cuarto 307 del Apolo conmigo. ¿No se te hace familiar ese número y este hotel?”.

Alaska perdió la cordura y llamó a “Gustavo”, pero el celular de este estaba muerto, tan muerto como él antes de empezar el segundo episodio en la lucha encarnada que llevaba con Zoé. No lo pensó dos veces y fue hasta el “telo” desconfiando hasta de su sombra.

 Llegó al hotel y el recepcionista regordete la reconoció, pero ella, enérgica subió hasta el cuarto en el que Gustavo tenía de esclava a Zoé. El recepcionista con una mediana risita se dijo: “la que le espera a este huevón”.

Alaska se puso detrás de la puerta, se encogió y lloró. Todo ello mientras escuchaba los fuertes gemidos que soltaba Zoé y por ahí algunos de Gustavo. Lloró como nunca y cuando reunió el valor necesario tomó fuerza y con fuerza mezclada con impotencia logró abrir la puerta llevándose la sorpresa que jamás espero, pero que se estaba formando en su cabeza desde la llamada de Zoé.

Fue un triángulo de sensaciones. Por un lado Zoé, excitada y con desvergüenza, por el otro Gustavo con sorpresa e inseguridad y finalmente Alaska, llena de lágrimas y con harta cólera.

Alaska vio todo, no dijo nada. Se fue como llegó. Gustavo trató de alcanzarla, pero el tratar de vestirse demoró su intención. Alaska, sin una pizca de roche, quiso seguir follando, pero Gustavo, molesto, la mandó a la mierda, seguro de que ella había armado todo el quilombo, pero no tuvo tiempo de reclamarle.

Prendió el celular y llamó a Alaska. Fue inútil. Alaska, entre la confusión botó su móvil y no se supo de ella hasta después de una semana.

(…)

Gustavo la buscó por todos esos días, pero no obtuvo resultado.

 Alaska, volvió a la universidad, infiltrada, disfrazada y se instaló en uno de los salones del sótano, previa visita al baño del quinto piso del pabellón de talleres, lugar que frecuentaba con Gustavo. En el trayecto no habló con nadie, nadie la reconoció. Ya no tenía el cabello moreno, sino rojo. Una vez en el sótano, llamó a Gustavo y le dijo que estaba en la universidad, esperándolo en el mencionado baño. Gustavo, que se encontraba en la cafetería, corrió a verla y encontró al lado de la máquina secadora de manos, un papel doblado en el que estaba Alaska dibujada con su actual color de cabello y debajo del trazo estas palabras: “She’s back, but now she’s dead” y “sótano 2”.

En vano fue el apuro de Gustavo para atravesar la facultad y atropellar a los vigilantes en la puerta del pabellón de aulas. Llegó al salón citado y la sangre de Alaska se confundía con el color de su cabello… Gustavo gritó, pero ya de nada sirvió. “Ella regresó, pero ella ahora está muerta.”

Gustavo encontró en Zoé solo sexo, en Alaska el amor y en ambas el amar y de alguna forma encontró el concepto que buscaba y que mencioné al principio de la historia… Sexo, amor amar.