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Dónde nos leen

sábado, 17 de noviembre de 2012

Arena Roja

Entrar a la Plaza de Acho para algunas personas es algo tan normal como ver semanalmente un par o tres toros morir a manos de mata’ores. Para mí, no es algo común y siento que no aguantaré estar aquí por más de media hora, pero aquí estoy ya, tratando de darle una explicación a lo inexplicable, ensayando algún tipo de razón a esos puyazos que los animales reciben.


Gente de buena posición económica pulula por este sector de Lima que normalmente es pobre, aunque los últimos domingos de octubre, todos los de noviembre y los dos primeros de diciembre, se vuelve un poco adinerado. No soy un invitado ilustre aquí, es cierto, no pagué, solo accedí mostrando una credencial -un viejo documento de la “Bausate” con el cual entraba a los estadios hace unos años- y me hago pasar por un novato cronista taurino, algo que jamás en mi existencia he pensado ser, ni en broma.


Los “héroes” salen a la arena con sus muletas, una capa entre el brazo y tras de ella una espada. Acto seguido, un par de hombres montados sobre caballos vigilan la entrada del estelar: el manso y pesado toro, que mira a su futuro verdugo con indiferencia, con desánimo, lo evita. Aunque el tipo con traje de luces va en busca de la provocación del cuadrúpedo en el primer tercio, falla dos y hasta tres veces. Con algo de insistencia, el animal se muestra ya no desconectado, sino desafiante, ayudado por algunas banderillas clavadas en el morrillo, sin embargo dudo de su furia y más bien, creo que es puro instinto de defensa al ya no querer sufrir picaduras injustas en ese cuero disminuido por los golpes previos a su ingreso nada triunfal al ruedo.


Este tercio de capote, es una especie de calibrador, dado que el torero utiliza el tiempo para embravecer al animal, calcular la fuerza de una eventual embestida y para medir la bravura del citado a muerte, aunque, como vi desde el principio, este animal más que molesto, parece confundido por todo: por la gente que deja de lado sobriedad y bebe otro trago de frialdad, por los caballos disfrazados y por ese pobre ser humano que es comparado por el centenar de público como un personaje épico, digno de condecorar por poner su integridad en riesgo.


Veo a un par de novilleros, ya en el tercio de banderillas distrayendo al toro, intercalando los ataques a la bestia que parece asustada, mostrando esos cuernos previamente limados como único mecanismo de defensa y haciendo ver el contraste filoso de las espadas y banderillas con el de sus apocados cachos. Apocados, mas no del todo obsoletos.


En dicha defensa a la que apela el animal, parece reunirse la fuerza con la que miles de personas en el Perú mostraron, en una encuesta de DATUM, su total desacuerdo a estos eventos taurinos con un arrasador 68%, sobre solo un 9% que sí estaba a favor de que se continuase con este accionar que muchos consideran cobarde y otros pocos, heroico. Palabras antónimas girando alrededor de un toro armado naturalmente y una persona con armas buscando detener un corazón.


A propósito de este grupo del que hacía mención, hace unos días conversé con Juliana Óxenford, periodista y conductora de un programa en radio Capital y recordé perfectamente esta cita: “ese animal no tiene cómo defenderse, pues salgo yo y lo defiendo” y de inmediato llegaron a mi mente las diferentes protestas en pro de salvar a la especie como la que estaba viendo en la arena.

Mi mente viajó mucho en unos instantes, pero mi cuerpo, seguía ahí, viendo al actor principal en el ruedo, vestido con una indumentaria que le entalla las piernas, retando al titán cansado por divagar de aquí para allá. Le muestra el pecho desprotegido para el delirio ciego de la gente pidiendo que continúe fatigando al toro de lidia de la forma que sea. Los paseos con la capa van de un lado a otro y los “Ole” resuenan en mis tímpanos, pero no más que ese quejido que se hizo sentir más que cualquier otro sonido en el coliseo: el portentoso animal soltó un chillido atípico en este tipo de especie, dejando vacío el ruido que provocaba la algarabía de los morbosos espectadores, trayendo abajo el agrado del torero que lucía sorprendido, pues, seguramente, no había visto tal cosa en su “carrera”.


Deduzco que ese sonido entrañable y largo fue como un reclamo del herbívoro y de toda su línea de antepasados, incluyendo a los “Uros”, extintas bestias, predecesores de los toros como hoy los conocemos; en contra de la gente. Por algún momento se me cruza por la cabeza que ese estallido es como un “¿Por qué a tanta risa si me están haciendo añicos de a pocos?”. Pero, se rompe la pausa con un intento de embestida taurina y el torero decide tomar la muleta y la espada al ver que la bestia está cabizbaja y con las patas juntas después de su intento fallido de herir a su agresor. Se mantiene en la posición perfecta para insertar el puntiagudo artefacto por entre sus músculos, rompiendo primero la primera vértebra de esa columna golpeada a palazo limpio y luego penetrar, de manera inmisericorde, esa víscera que a todos nos da vida: el corazón, previo corte de la aorta, si la estocada es un “éxito”. Todo ello, con tal de obtener como recompensa a la “hazaña”, la ovación de la multitud ebria, que tiene la sensibilidad muerta por el alcohol.


El tercio de muerte ha llegado, la arena quema y el brillo de la espada rebota en los ojos del ganado solitario. Me lo imagino temiendo lo peor y me pongo por un momento en su lugar, quitándome de él en una fracción de segundo al proyectar mi doloroso y lento castigo.


Los ayudantes del torero siguen agotando al animal, toreándolo, moviéndolo de un lugar a otro, hasta que el momento llega y es momento del estoque: frente a frente, uno mirando el suelo y el otro al objetivo, uno dosificando cierta fuerza y el otro concentrando toda la energía para hacer un lance natural, uno esperando acabar con todo y el otro, como si esperara que acaben con él. Y ahí va el personaje ibérico –decidido-
mostrando furia. Aunque el instinto del verdadero valiente en ese ruedo, hace que esquive la embestida y en ese mismo acto, y seguramente sin querer, arrastre y salpique arena a gran fuerza, de manera inexplicable, llegando ésta a los ojos del torero que pierde el equilibrio por la velocidad con la que contaba y, al intentar caer bien, suelta su filosa amiga y ella se vuelve contra sí, transformándose en su enemiga, cayendo sobre ella y atravesándose la parte derecha del tórax.


Todo fue tan rápido que ni el alternante de más antigüedad, se preocupó de la bestia que siempre está en cuatro patas, sino de la que, por el infortunio, adoptaba ahora tal posición. El apuro de los ayudantes del torero por ir a auxiliarlo fue evidente, mientras que el toro, con la lengua afuera y a rajatabla, era metido a palazos, con ayuda de otro torero; era obligado a regresar al lugar donde había estado antes de salir al ruedo, a su cárcel pequeña, a su purgatorio personal.


El abucheo se hizo sentir, pues no se mató al toro –al menos no en el ruedo-. Quien acabó con una espada dentro del cuerpo, no fue la bestia, sino su eventual verdugo, el ánimo colectivo era el peor y la cerveza ya se había agotado en las tribunas. El sentir de la gente en Acho fue de estafa, porque no vieron acabado, mutilado y, menos aún, muerto al animal, no vieron sonriente a su héroe por un día, no lo vieron con las orejas y con el rabo del animal en la mano. Esa fue la sensación de esta gente y ahora comprendo al sociólogo Gabriel Calderón cuando me comentó que “una persona dentro de una multitud apoya el sentir del resto, así al principio no esté de acuerdo con la idea que se sostiene. Sin embargo, para que no se sienta presionado y/o excluido, apoya”. Y hago una intención de resaltar esa cita, pues vi gente que mientras se aminoraba al toro, no pudo evitar derramar una que otra lágrima, un llanto de pena (se notaba). Pero, fue grande mi sorpresa cuando estos mismos seres reclamaban, a gritos, por lo que llamaban “estafa”, calzando perfectamente el argumento que Calderón me expuso.


Ahora pienso en el toro, todo se torna en “slow-motion” y reflexiono para mí: “¿habrá sentido el toro algún tipo de satisfacción al ver a su atacante bañado en sangre? Sangre que pudo ser la suya”. No genero respuesta a mi autocuestionamiento, pero las palabras de Carlos Castillo, taurino y periodista deportivo, aterrizan en la pista de mi cerebro: “Si un torero no acaba con una bestia de lidia en el ruedo, debe retirarse. Es una vergüenza”. Y francamente, pienso que no solo ese torero lo es, sino que todos, en general, lo son.


Viva la vida de un animal, siempre.