
Esta historia es esa que nunca imaginé escribir, que habría
preferido evitar, que hubiese querido que jamás pasara para no redactarla. Es
de esas que plasmas porque te han dejado una huella y debes teclear para que,
cuando ya haya pasado un tiempo y estés más tranquilo, recuerdes (si es que eso
pasa, porque sé que te he tatuado en mi mente), que tuviste un gran pequeño ser
que te alegró los días con muchos detallitos que un ser humano difícilmente te podría
dar. Un ángel de cuatro patas que sabes que te vigilará desde el cielo, mi
ángel llamado Camus.
Según mi madre, naciste un 16 de mayo del 2007, en aquella pequeña casa que
teníamos por ese entonces. Muy humilde para albergar a 6 perros (tus papás Coco
y Pepa y tus 3 hermanos), decidimos regalar a todos los cachorros, pero como
siempre dije, contigo tenía –y tengo aún- una conexión especial que me impedía
dejarte en otro hogar. Es por ello, que regalamos a los demás de la camada y me
quedé contigo contra la voluntad de mi vieja. Asada, ella, entendió que te
quería y, a pesar de todo, Coco, Pepa y tú se quedaron en la casaarrimaditos
uno de otro, con cierta precariedad, pero felices.
Al poco tiempo, mi acaramelada Pepa se fue y Coco y tú, Camus, la pasaron sin madre desde ese entonces. Son muchas cosas las que hemos pasado y recordarlas duele un poco, pero también me sacan un ligera sonrisa, chibolo. Hoy es el primer sábado que no te tengo y se me hace duro no salir con dos, sino con uno, no escuchar tus tibios ladridos de alegría al decir: “¿Qué? Habla’o” o “vamos”. Eso de no ver que le muerdes las patas a Coco, jugando obviamente, me está costando asimilarlo, tanto o más que abrir los ojos y que no me estés viendo –vigilante-, y que, de repente, al terminarlos de abrir, me muevas la cola con aquella particular forma que tenías para hacerlo, con ese encanto dulce, con esa maña propia de ti. Ay, hijito, ya te extraño, ¿sabes?
Multinombre cachorro, te ajustabas a cualquier situación. Tus orejas firmes me hicieron
llamarte “zorrito” (mi zorrito), tu nada agradable forma de comer, mientras te
buscabas la cola para lastimarla, me hicieron bautizarte como “loco” (mi
loquito), tu contextura, claramente esbelta, hizo que fueses mi “flaco” (mi
flaquito). Pero, “Guardián”, te quedó a pelo.
Mi madre en el hospital, yo sin muchos ánimos y Coco en lo suyo, me hizo ver tu
real y maravillosa importancia: cuando me veías llegar cansado después de mi
día, fuiste el que se acercó desinteresadamente a darme un abracito. Movías tus
patitas de tal forma, que no parabas hasta que te abrazaba y te tranquilizabas
y de paso, tranquilizabas mi paupérrimo día, sabiendo que tenía al ser más
importante de mi vida internado. Ese día de setiembre del año pasado, te miré
revitalizado y como si entendieras a la perfección ese “somos pocos en casa por
estos días. Tienes que cuidarla, porque es ¡tu casa! Mi amor, tienes que ser
“el guardián”. Eres el más pequeño aquí, pero cuida la casa, hijito guardián”,
hiciste lo que te dije hasta el día lunes que te me fuiste, así inesperadamente,
corazón.
Estos días son jodidazos. Acostumbrarme a tu ausencia es un trance feo, no
verte moviéndote azarosamente para saludarme cuando llegaba -con tu meneo de
cuello de aquí para allá y las orejas caídas-, es ingrato. Tener en la mente
esa expresión triste tuya después de haberte gritado por alguna malcriadez y
enseguida, abrirte los brazos -como para un abrazo y un “discúlpame, hijo”- y
verte saltar mordiéndome las manos con un cariño puro. Decirte “Tamalito,
¿‘on tás?” o “vamos” o “flaquito bello” y no ver respuesta es –puta madre-
terrible. No ha pasado ni una semana y no puedo creer que ya no pueda
acariciarte la frente, entre los ojos, repitiendo lo mucho que te quiero, me
quiebra, pequeño.
Puedo decir, sin miedo a errar, que eres de esos amigos (amigo-hijo), que te
espera, que te quiere a pesar de todo lo que involuntariamente, le haces pasar.
A pesar de la pobreza y de los días en los que compartíamos mi comida, porque
han habido días en los que hicimos malabares para comer los cuatro, pero a pesar
de todo, corazón, así, en una situación pendejísima, siempre estábamos bien.
Siempre, siempre. Y tú ahí, sin reclamar, calladito, esperando solo cariño.
Contigo he ido al veterinario más que con todos mis otros hijos juntos… Qué no
has pasado, chato. Te han atropellado, te han envenenado, te han operado, te
has perdido, pero tú como un roble: fuerte siempre. Cada vez que llegábamos a
“San Marcos”, el doctor decía: “¿qué ha pasado ahora con mi paciente?” y al
rato ya estabas comiendo el pasto de esa facultad, sano, como si nada, flaco.
Ayer, el gordo y yo fuimos a verte como cada día desde ese triste lunes, pero
él, comenzó a olfatear entre la tierra por donde te encuentras. Lo más seguro
es que esté sintiendo un poco de nostalgia, le hace falta su partner, su pata,
ese quien le muerda las patas cariñosamente al salir, su compañero, su hijo. El
renegón también te extraña, estoy seguro. Aquí te extrañamos mucho. Ya no tengo
al más vivo de los dos, ya no podremos tomarnos fotos o ponerte frente al
espejo para que veas lo precioso que eras –eres-, aunque ello te hiciera creer
que eras otro perro y le ladraras a tu reflejo, provocándome la risa.
Ay, flaco. Podría escribir un libro y no terminaría de expresar en él, los
geniales casi 6 años que pasamos, con sus altas y bajas, con sus extravíos y
caminatas, con lo aprendido. Claro, cada vez que íbamos a ver a tu doc, algo
más aprendía sobre ti y los de tu especie, viejito. Nunca imaginé, por ejemplo,
que ustedes, tienen la temperatura más elevada que nosotros, los
pseudoracionales, o que es normal que en los veranos sufran por el exceso de
calor que hay en el ambiente, que, sumado a su temperatura normal, es una
completa tragedia para tus congéneres, mi’jo. Gracias por las lecciones que
contigo aprendí.
Hoy, a casi una semana desde que te has ido, recordé que tú fuiste al primero
que encontré cuando tu padre y tú se fueron de casa, en ese diciembre del 2009.
Gracias a una señora que te acogió unos días y que escuchó un aviso en la radio
y –a Dios gracias- me llamó y felizmente estabas bien. No te encontrabas tan
lejos de tu hogar. Lo primero que hiciste al verme fue saltar ante mi alegría.
Hoy frente a donde te dejé descansar, tuve ese flashback y lo complementé con
el recuerdo de ese 1 de enero del 2010 en el que salimos ambos a buscar a tu
viejo por muchos lados, sin resultados buenos, con muchos pasos dados, y con un
vacío como el que hoy tengo. Te cargué mucho y nos lamentamos, también mucho. Me
mirabas cuando me sentaba en el camino a pensar por Coco y te me acercabas como
consolando la situación con una lamida en el brazo.
A los 19 años era un mocoso más, muy inmaduro y bastante rayado. A esa edad, te
empecé a criar y he sentido que a lo largo de ese lapso en ti he conocido
cierto grado de responsabilidad, al tener en mente todo lo que te hacía falta:
tus vacunas, tu comida, tu ropita, tus necesidades. Te tuve en esa transición
de edad que es difícil y gracias a eso ahora tengo un margen de responsabilidad
no adecuado, pero aceptable. Fuiste el perro que necesité porque a Coco lo cuida más mi mamá.
El día que te operaron pasé todo el día contigo: desde que te raparon, pasando por cuando te anestesiaron y te desplomaste casi en el acto; sacando la lengua como
reacción normal y yo -aterrado- esperando que acabe la intervención apenas
entraste a quirófano. Ha sido la única vez que he sentido que la presión la he
tenido en cero, notando el frío en pleno calor, esperando y viendo el reloj que
se tornaba lentísimo. Cuando al fin salió tu doctor, me dijo que te abrigara
hasta que recuperaras la temperatura. Y así fue: contigo toda la tarde, la noche
y parte de la madrugada tapado con tu colcha celeste, tratando de que no te
desabrigaras mientras reponías tu movimiento. Finalmente cuando ya estabas
moviéndote, encima de la mesa de acero, yo estaba en mi quinto sueño y tú
tratando de despertarme, chiquito.
(…)
Aún tengo en la mente que hace exactamente un mes falté a la universidad, y
volvimos a San Marcos y ya no estaba tu doctor, pero sí tu larga historia
clínica (un libro). Tú, envuelto en tu frazada amarilla (con la que hoy
descansas) y moviéndole la cola a cuanto perro veías. La doctora que te vio te
recomendó a nuestro viejo conocido “Cardial”, para tu gran corazón, además de un
par de exámenes que no te pude sacar, lamentablemente. Previo a tu atención,
contigo en brazos, tuve que caminar por muchas cuadras de la av. Canadá
buscando efectivo en un BCP. Al encontrar un agente, no habían retiros y de
nuevo a mis brazos a buscar un cajero… Cajero que encontramos, malogrado para
nuestra desdicha. Nos pasamos 5 minutos dentro del cajero helado por el aire,
pero tú, como si nada, hasta que después -por fin- hallamos dinero y en el camino te dejé
caminar una cuadra en que hiciste de las tuyas: andando, asolapado, sin
muestras de ataque, mordiste sigilosamente a un tipo que no te hizo pleito. Fue
un mordisco seco y faltoso, pero que no tuvo respuesta para suerte nuestra. Las
que sí tuvieron réplicas fueron las mordidas anteriores con las mismas características
y con algunas bastas de pantalón rotas por la mascada solapa que soltabas, sin
ladrido alguno. Un capo para el ataque, hijito querido.
Mi amor lindo. Siempre salimos 3 a pasear (Coco, tú y yo) y
ahora también lo somos, solo que ahora dos físicamente y uno que cuida de
nosotros desde arriba.
(…)
Después del domingo de resurrección, solo unos minutos
después del término de ese día, como a las 00:15 decidiste irte, dejándonos a
los que te queremos un vacío frío y doloroso. En mi desesperación quise
salvarte la vida, pero no pude hacer mucho. En ese taxi entendí que contigo se
fueron casi 6 años de mi vida, llenos de apuros, pero con bastante amor. Se me
ha ido un pedazo de mí, de mi existencia.
Desde aquí agradezco a mis amigos que se preocuparon por ti,
los que me atendieron cuando te perdiste jodiendo y jodiendo anunciando su
extravío. Todo sirvió. Muchas gracias.
Ahora, chuequito, te pido disculpas por lo que te hizo
falta, por algunas cosas que no pude darte y por algunas otras cosas más. Te
voy a llevar siempre en el corazón y cuando ya sea mayor, mucho más que hoy,
cuando tenga arrugas, tendré presente que tuve un animal que llenó parte de mi
vida con alegría y que no me hacía mucho caso, pero con el que tuve un período
feliz… Porque no fue un perro, es un hijo.
Siempre te voy a tener presente, pequeño devorador de carne molida y
arroz. Conservaré siempre esos pelitos que te corté de la cabeza y que te quedaban geniales, (como un corte medio punk), hijito. Además, tus flores están garantizadas cada 24 horas y felizmente estamos a media
cuadra de distancia para siempre ir a verte. Gracias por esperarme siempre que llegaba tarde a casa, no dormías hasta que llegaba. Cuídame desde el cielo, angelito
de la guarda.
Ahora sí, cierro el post porque aquí todo se está humedeciendo, como cada día
desde que ya no estás... No me olvides que yo no lo haré.
Te amo, Camus.
Atte. Tu papá