Síguenos en Twitter

Dónde nos leen

sábado, 6 de abril de 2013

Vives conmigo




Esta historia es esa que nunca imaginé escribir, que habría preferido evitar, que hubiese querido que jamás pasara para no redactarla. Es de esas que plasmas porque te han dejado una huella y debes teclear para que, cuando ya haya pasado un tiempo y estés más tranquilo, recuerdes (si es que eso pasa, porque sé que te he tatuado en mi mente), que tuviste un gran pequeño ser que te alegró los días con muchos detallitos que un ser humano difícilmente te podría dar. Un ángel de cuatro patas que sabes que te vigilará desde el cielo, mi ángel llamado Camus.


Según mi madre, naciste un 16 de mayo del 2007, en aquella pequeña casa que teníamos por ese entonces. Muy humilde para albergar a 6 perros (tus papás Coco y Pepa y tus 3 hermanos), decidimos regalar a todos los cachorros, pero como siempre dije, contigo tenía –y tengo aún- una conexión especial que me impedía dejarte en otro hogar. Es por ello, que regalamos a los demás de la camada y me quedé contigo contra la voluntad de mi vieja. Asada, ella, entendió que te quería y, a pesar de todo, Coco, Pepa y tú se quedaron en la casaarrimaditos uno de otro, con cierta precariedad, pero felices.


Al poco tiempo, mi acaramelada Pepa se fue y Coco y tú, Camus, la pasaron sin madre desde ese entonces. Son muchas cosas las que hemos pasado y recordarlas duele un poco, pero también me sacan un ligera sonrisa, chibolo. Hoy es el primer sábado que no te tengo y se me hace duro no salir con dos, sino con uno, no escuchar tus tibios ladridos de alegría al decir: “¿Qué? Habla’o” o “vamos”. Eso de no ver que le muerdes las patas a Coco, jugando obviamente, me está costando asimilarlo, tanto o más que abrir los ojos y que no me estés viendo –vigilante-, y que, de repente, al terminarlos de abrir, me muevas la cola con aquella particular forma que tenías para hacerlo, con ese encanto dulce, con esa maña propia de ti. Ay, hijito, ya te extraño, ¿sabes?



Multinombre cachorro, te ajustabas a cualquier situación. Tus orejas firmes me hicieron llamarte “zorrito” (mi zorrito), tu nada agradable forma de comer, mientras te buscabas la cola para lastimarla, me hicieron bautizarte como “loco” (mi loquito), tu contextura, claramente esbelta, hizo que fueses mi “flaco” (mi flaquito). Pero, “Guardián”, te quedó a pelo.

Mi madre en el hospital, yo sin muchos ánimos y Coco en lo suyo, me hizo ver tu real y maravillosa importancia: cuando me veías llegar cansado después de mi día, fuiste el que se acercó desinteresadamente a darme un abracito. Movías tus patitas de tal forma, que no parabas hasta que te abrazaba y te tranquilizabas y de paso, tranquilizabas mi paupérrimo día, sabiendo que tenía al ser más importante de mi vida internado. Ese día de setiembre del año pasado, te miré revitalizado y como si entendieras a la perfección ese “somos pocos en casa por estos días. Tienes que cuidarla, porque es ¡tu casa! Mi amor, tienes que ser “el guardián”. Eres el más pequeño aquí, pero cuida la casa, hijito guardián”, hiciste lo que te dije hasta el día lunes que te me fuiste, así inesperadamente, corazón.

Estos días son jodidazos. Acostumbrarme a tu ausencia es un trance feo, no verte moviéndote azarosamente para saludarme cuando llegaba -con tu meneo de cuello de aquí para allá y las orejas caídas-, es ingrato. Tener en la mente esa expresión triste tuya después de haberte gritado por alguna malcriadez y enseguida, abrirte los brazos -como para un abrazo y un “discúlpame, hijo”- y verte saltar mordiéndome las manos con un cariño puro. Decirte “Tamalito, ¿‘on tás?” o “vamos” o “flaquito bello” y no ver respuesta es –puta madre- terrible. No ha pasado ni una semana y no puedo creer que ya no pueda acariciarte la frente, entre los ojos, repitiendo lo mucho que te quiero, me quiebra, pequeño.

Puedo decir, sin miedo a errar, que eres de esos amigos (amigo-hijo), que te espera, que te quiere a pesar de todo lo que involuntariamente, le haces pasar. A pesar de la pobreza y de los días en los que compartíamos mi comida, porque han habido días en los que hicimos malabares para comer los cuatro, pero a pesar de todo, corazón, así, en una situación pendejísima, siempre estábamos bien. Siempre, siempre. Y tú ahí, sin reclamar, calladito, esperando solo cariño.

Contigo he ido al veterinario más que con todos mis otros hijos juntos… Qué no has pasado, chato. Te han atropellado, te han envenenado, te han operado, te has perdido, pero tú como un roble: fuerte siempre. Cada vez que llegábamos a “San Marcos”, el doctor decía: “¿qué ha pasado ahora con mi paciente?” y al rato ya estabas comiendo el pasto de esa facultad, sano, como si nada, flaco.

Ayer, el gordo y yo fuimos a verte como cada día desde ese triste lunes, pero él, comenzó a olfatear entre la tierra por donde te encuentras. Lo más seguro es que esté sintiendo un poco de nostalgia, le hace falta su partner, su pata, ese quien le muerda las patas cariñosamente al salir, su compañero, su hijo. El renegón también te extraña, estoy seguro. Aquí te extrañamos mucho. Ya no tengo al más vivo de los dos, ya no podremos tomarnos fotos o ponerte frente al espejo para que veas lo precioso que eras –eres-, aunque ello te hiciera creer que eras otro perro y le ladraras a tu reflejo, provocándome la risa.

Ay, flaco. Podría escribir un libro y no terminaría de expresar en él, los geniales casi 6 años que pasamos, con sus altas y bajas, con sus extravíos y caminatas, con lo aprendido. Claro, cada vez que íbamos a ver a tu doc, algo más aprendía sobre ti y los de tu especie, viejito. Nunca imaginé, por ejemplo, que ustedes, tienen la temperatura más elevada que nosotros, los pseudoracionales, o que es normal que en los veranos sufran por el exceso de calor que hay en el ambiente, que, sumado a su temperatura normal, es una completa tragedia para tus congéneres, mi’jo. Gracias por las lecciones que contigo aprendí.

Hoy, a casi una semana desde que te has ido, recordé que tú fuiste al primero que encontré cuando tu padre y tú se fueron de casa, en ese diciembre del 2009. Gracias a una señora que te acogió unos días y que escuchó un aviso en la radio y –a Dios gracias- me llamó y felizmente estabas bien. No te encontrabas tan lejos de tu hogar. Lo primero que hiciste al verme fue saltar ante mi alegría.

Hoy frente a donde te dejé descansar, tuve ese flashback y lo complementé con el recuerdo de ese 1 de enero del 2010 en el que salimos ambos a buscar a tu viejo por muchos lados, sin resultados buenos, con muchos pasos dados, y con un vacío como el que hoy tengo. Te cargué mucho y nos lamentamos, también mucho. Me mirabas cuando me sentaba en el camino a pensar por Coco y te me acercabas como consolando la situación con una lamida en el brazo.

A los 19 años era un mocoso más, muy inmaduro y bastante rayado. A esa edad, te empecé a criar y he sentido que a lo largo de ese lapso en ti he conocido cierto grado de responsabilidad, al tener en mente todo lo que te hacía falta: tus vacunas, tu comida, tu ropita, tus necesidades. Te tuve en esa transición de edad que es difícil y gracias a eso ahora tengo un margen de responsabilidad no adecuado, pero aceptable. Fuiste el perro que necesité porque a Coco lo cuida más mi mamá.

El día que te operaron pasé todo el día contigo: desde que te raparon, pasando por cuando te anestesiaron y te desplomaste casi en el acto; sacando la lengua como reacción normal y yo -aterrado- esperando que acabe la intervención apenas entraste a quirófano. Ha sido la única vez que he sentido que la presión la he tenido en cero, notando el frío en pleno calor, esperando y viendo el reloj que se tornaba lentísimo. Cuando al fin salió tu doctor, me dijo que te abrigara hasta que recuperaras la temperatura. Y así fue: contigo toda la tarde, la noche y parte de la madrugada tapado con tu colcha celeste, tratando de que no te desabrigaras mientras reponías tu movimiento. Finalmente cuando ya estabas moviéndote, encima de la mesa de acero, yo estaba en mi quinto sueño y tú tratando de despertarme, chiquito.

(…)


Aún tengo en la mente que hace exactamente un mes falté a la universidad, y volvimos a San Marcos y ya no estaba tu doctor, pero sí tu larga historia clínica (un libro). Tú, envuelto en tu frazada amarilla (con la que hoy descansas) y moviéndole la cola a cuanto perro veías. La doctora que te vio te recomendó a nuestro viejo conocido “Cardial”, para tu gran corazón, además de un par de exámenes que no te pude sacar, lamentablemente. Previo a tu atención, contigo en brazos, tuve que caminar por muchas cuadras de la av. Canadá buscando efectivo en un BCP. Al encontrar un agente, no habían retiros y de nuevo a mis brazos a buscar un cajero… Cajero que encontramos, malogrado para nuestra desdicha. Nos pasamos 5 minutos dentro del cajero helado por el aire, pero tú, como si nada, hasta que después -por fin- hallamos dinero y en el camino te dejé caminar una cuadra en que hiciste de las tuyas: andando, asolapado, sin muestras de ataque, mordiste sigilosamente a un tipo que no te hizo pleito. Fue un mordisco seco y faltoso, pero que no tuvo respuesta para suerte nuestra. Las que sí tuvieron réplicas fueron las mordidas anteriores con las mismas características y con algunas bastas de pantalón rotas por la mascada solapa que soltabas, sin ladrido alguno. Un capo para el ataque, hijito querido.

Mi amor lindo. Siempre salimos 3 a pasear (Coco, tú y yo) y ahora también lo somos, solo que ahora dos físicamente y uno que cuida de nosotros desde arriba.

(…)

Después del domingo de resurrección, solo unos minutos después del término de ese día, como a las 00:15 decidiste irte, dejándonos a los que te queremos un vacío frío y doloroso. En mi desesperación quise salvarte la vida, pero no pude hacer mucho. En ese taxi entendí que contigo se fueron casi 6 años de mi vida, llenos de apuros, pero con bastante amor. Se me ha ido un pedazo de mí, de mi existencia.

Desde aquí agradezco a mis amigos que se preocuparon por ti, los que me atendieron cuando te perdiste jodiendo y jodiendo anunciando su extravío. Todo sirvió. Muchas gracias.

Ahora, chuequito, te pido disculpas por lo que te hizo falta, por algunas cosas que no pude darte y por algunas otras cosas más. Te voy a llevar siempre en el corazón y cuando ya sea mayor, mucho más que hoy, cuando tenga arrugas, tendré presente que tuve un animal que llenó parte de mi vida con alegría y que no me hacía mucho caso, pero con el que tuve un período feliz… Porque no fue un perro, es un hijo.

Siempre te voy a tener presente, pequeño devorador de carne molida y arroz. Conservaré siempre esos pelitos que te corté de la cabeza y que te quedaban geniales, (como un corte medio punk), hijito. Además, tus flores están garantizadas cada 24 horas y felizmente estamos a media cuadra de distancia para siempre ir a verte. Gracias por esperarme siempre que llegaba tarde a casa, no dormías hasta que llegaba. Cuídame desde el cielo, angelito de la guarda.

Ahora sí, cierro el post porque aquí todo se está humedeciendo, como cada día desde que ya no estás... No me olvides que yo no lo haré.


Te amo, Camus.



Atte. Tu papá