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Dónde nos leen

jueves, 26 de noviembre de 2015

Ceviche con sentimiento







Hace poco más de tres meses perdí a mi adorada madre y aunque todos me digan -y quizás tengan razón- que siempre va a estar a mi lado, que desde el cielo me ve, que será la luz que guíe mi camino y blah, blah, blah; para mí es una pérdida que ninguna frase hecha sustituirá porque yo la quisiera conmigo, a mi lado y como siempre: haciéndome bromas, cocinándome rico, abrazándome fuerte y llenándome de detalles. Sufro de mamitis crónica –sí-, y es un hecho jodidamente cierto porque nunca nadie en la vida se aproximará en algo a lo que fue Nelly. Jodida, peleonera, con todos sus muchos defectos, mi vieja siempre fue mi brújula, mi centro y por el único ser humano por el cual hubiera dado la vida sin pensarlo. De hecho, muchas veces lo consulté con ella y con los cientos de doctores que la atendieron: palabras como trasplante, donación y pulmones; siempre rondaban mi cabeza cada vez que veía un galeno nuevo y siempre –para mi mala suerte- la frase médica de cierre era la misma: “no se puede.”
La última vez que escuché esto en un consultorio fue hace exactamente seis meses, en su última consulta en el insufrible EsSalud. Ante la negativa del doctor Huamán hacia mi pregunta de una donación de órgano de vivo a vivo (generalmente es de cadáver a vivo), me dijo que no podía porque todo tenía un costo/beneficio en el que yo podía salir mal (si es que salía), debido a que ese tipo de procedimientos son altamente riesgosos y ella o yo –o ambos-, podíamos quedarnos en el quirófano, siendo más riesgoso aún porque ella sufría de una enfermedad pulmonar crónica. Terminado el sermón, ambos nos miramos y, sin mayor queco, nos fuimos. Al salir del hospital, decepcionados, lo primero que me dijo –capa siempre mi vieja- para matar la tensión fue: “¿Un cebichito?”

Yo en su lugar hubiera atinado a irme a casa y echarme llorar, pero ella siempre salía por la tangente, trataba de evadir el problema, lo gambeteaba con clase y salía con una genialidad que se materializó en esa pregunta. Al verme desencajado, me abrazó, paramos un taxi y fuimos con la esperanza de encontrar al ganador de un programa en el que Gastón Acurio era uno de los jueces. Este programa fue Ceviche con sentimiento y el genio que triunfó ponía su carreta en la esquina de García Naranjo y Jr. Gálvez y nosotros éramos caseritos de este tipo. Sin embargo, para nuestra mala suerte, ese día ni se apareció el maldito. Pero nada nos quitó las ganas de comer ese plato que tanto le gustaba y por el que, tiempo después, me reclamaría si hubiese salido del hospital.

Un restaurante al que actualmente no me atrevo a ir para evitar la pena, nos vio entrar y pedir ese bendito Ceviche. Felizmente estuvo muy bueno y ella, como presintiendo algo, me dijo que era la última vez que comíamos juntos en un restaurante. Yo solo la vacilaba temeroso porque sabía que era posible y 3 días después se confirmó el temor que tenía: un 29 de mayo la hospitalizaron y no salió más. Pensar que hace medio año aún tenía a mi vieja comiendo conmigo, disfrutando ese plato que a ella le salía increíble y que, por jugarretas del destino, no probaré más, al menos no de sus manos. La vida y la muerte son así, pero me quedo con todo de esa tarde: las frases, el bullying al mozo (mi vieja era muy jodida con ellos), el tener a mi vieja, mirarla y abrazarla prometiendo que el siguiente ceviche sería uno pagado por mí (no me dejó pagar).

Ese fue el epílogo de nuestras aventuras en restaurantes con el plato que tanto le gustó y el que de todas maneras hubiese comido si salía bien del hospital. En el Almenara y en San Isidro Labrador solo comíamos (porque me hacía probar su comida “para que no la envenenen”) cosas blandas y no muy ricas. Yo, en un rol cambiado, era quien le daba de comer a veces y siempre recuerdo cuando le hacía el avioncito, el mismo que se estrellaba con un “no me jodas con eso” risueño.

Ay, mamá. Pasé muchas cosas contigo. Buenas y malas. Fui malcriado muchas veces y tú benevolente siempre. Ya no comeremos ceviche alguno, pero ese que devoramos ese día tuvo mucho feeling, mucho sentimiento. Pasamos mucho y solo espero haberme acercado, algo siquiera, al término “buen hijo” porque merecías uno y todos los días me cuestiono si alguna vez me asomé a eso. Todo esto es ácido como un limón, suave como la textura de un pescado cuando pienso en todo lo bonito contigo, picante cuando se me vienen a la mente tus carajeadas, pero me hace chillar como si cortara mil cebollas… Te extraño, ma’.

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